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La declaración del Doctor Johnson acerca de que el patriotismo es el último refugio del sinvergüenza degrada en cierto modo uno de los sentimientos humanos más explosivos que existen. La declaración en cuestión da por supuesto que un presidente o primer ministro astuto podría manipular el amor a la patria para sus propios y egoístas fines. O, también, que las masas son tan ignorantes, y tan ciega su fe, que lo único que tiene que hacer el sinvergüenza es ondear la bandera, hablar de sangre y terruño, y las patrióticas ovejas lo seguirán donde a él le plazca.
Ocurre que el patriotismo no es tan sencillo. El sentimiento patriótico es una mezcla de multitud de elementos, y el amor a la patria es tan complejo y dubitativo como cualquier otro tipo de amor. Crea una narrativa de vida colectiva. Cuenta una historia de lo que une a personas dispares, y tanto las virtudes como los peligros del patriotismo dependen de cómo se cuente la historia. Es decir, que no es una mera representación de una nación o una cultura en concreto: es una representación que se logra por medio de la narrativa. Los elementos destructivos del patriotismo se deben a imaginar que hay un desenlace, un clímax catártico de la historia de un pueblo o una cultura; esto es, el momento en el que un acto decisivo cumplirá su destino al fin. Y el peligro que nos ha enseñado la historia es que este desenlace narrativo supone demasiadas veces negar o destruir a otro pueblo para experimentar la catarsis.
Las narrativas del patriotismo que son destructivas, los tipos de desenlace que por un lado agreden a otros y por el otro parecen hacer realidad un elemento de su narrativa, sostienen en particular una potente promesa para con grupos humanos divididos internamente o desorientados por fuerzas ajenas a su control. Según éstas, el patriotismo es el último recurso de los confundidos.
La noción de que esta historia en curso de la disonancia que compartimos podría resolverse de algún modo con un catártico acto destructivo me parece un problema real en la experiencia patriótica, y marca la experiencia social del patriotismo de hoy.
Una gran crisis patriótica de mi juventud surgió entre quienes, como yo, resistimos la guerra estadounidense en Vietnam en los años 60 y 70. Entonces, como ahora, EE.UU. no era la máquina interna bien lubricada que a menudo imaginan los extranjeros. Por entonces, el país estaba sumido en una explosión racial, el boom tras la II Guerra Mundial se había frenado temporalmente y la clase obrera blanca comenzaba a sufrir. La prosperidad estadounidense era, como ahora, la prosperidad de las élites.
Cuando EE.UU. intervino de forma decisiva en Vietnam a mediados de los 60, nuestro país sí contaba con una narrativa patriota de largo recorrido: EE.UU. aparecía como rescatador, salvando a los extranjeros de aniquilarse unos a otros. Esa narrativa patriota había dado forma a la lucha en ambas guerras mundiales, y justificó los enormes costes de librar la Guerra Fría. Vietnam parecía tratarse de un capítulo más en esta historia consolidada. Cuando los soldados como el joven Colin Powell se adentraron en Vietnam, no tardaron en comprender que la narrativa del rescate no se correspondía con la realidad. El enemigo resultó ser un pueblo resuelto y comprometido con su causa. Los aliados por los que luchaban las tropas de EE.UU. resultaron ser una burocracia corrupta y odiada, y la propia estrategia estadounidense demostró ser incapaz de cumplir su promesa de rescate.
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De pronto, esta narrativa patriota, frustrada por una aventura extranjera, viró bruscamente. Viró contra los que protestaban contra la guerra desde casa. Las tropas estadounidenses se abastecían sobre todo de las filas pobladas por negros pobres y blancos sureños pobres. Los jóvenes universitarios de clase media evitaron en su gran mayoría el servicio militar. Estos, sin embargo, fueron los que más alzaron la voz contra la guerra. Eran, en principio, los amigos y portavoces de las tropas que sufrían en el extranjero. Pero la práctica del patriotismo resultó ser otra muy distinta.
Sabemos, gracias a la investigación de personas como Robert Jay Lifton y Robert Howard, entre muchas otras, que las tropas en realidad se sentían acosadas desde dos frentes: en lo local, en el terreno, por los vietnamitas, y en lo simbólico, en casa, por estos amigos que protestaban. A los vietnamitas los consideraban enemigos patrióticos, y a los manifestantes que protestaban contra la situación en la que habían metido a las tropas los acusaban de ser antipatrióticos. A medida que se desvanecía la posibilidad de una victoria decisiva en el terreno, la posibilidad de obtener una victoria arrolladora sobre los enemigos que tenían en casa se fue tornando un vivo deseo. En 1968, relata Howard, en pleno auge de las protestas contra la guerra, miles de miembros de las tropas estadounidenses llevaban un mensaje en el casco: «América: la amas o la dejas».
La sensación de haber sufrido una traición desde dentro fortaleció cierta determinación, cierta «fantasía», en palabras de Lifton. El gobierno debería tomar cartas en el asunto para hacer callar a estos enemigos de dentro, de forma que pueda validarse el proyecto patriota. Y, en Estados Unidos, fue ese deseo del público de que los políticos actuasen de forma decisiva para sofocar el desorden interno y las protestas lo que puso en el poder a la derecha de Richard Nixon.
Repaso esta parte de la historia, en parte, porque arroja luz sobre los complejos ingredientes del sentimiento patriótico. No es que las tropas estadounidenses y las clases obreras del país fueran unos desgraciados, sino que estaban profundamente confundidos. Dentro de la cáscara de la guerra contra un enemigo interno, estas personas imaginaban otra guerra sucediendo en su propia nación, librada contra los traidores que fingían ser amigos. El acto arrollador de esa pugna interna por validar la narrativa patriótica sería silenciar el desacuerdo.
También recuerdo este pasado porque tal vez les ayude a ustedes a entender parte de las dinámicas existentes hoy día en la sociedad estadounidense. El lenguaje que se utiliza hoy en Washington sigue siendo un lenguaje de rescate, de redención, del triunfo del bien sobre el mal; e, igual que entonces, el escenario para esta narrativa, el escenario estratégico, carece de claridad o propósito. Pero echemos un vistazo a la condición doméstica del superpoder estadounidense. He aquí un país fragmentado e inconexo internamente, más incluso que hace 40 años. Confuso, por supuesto, y ahora furioso por los ataques terroristas contra él. Un país cuyas divisiones internas de clase se han hecho mayores y cuyas divisiones raciales y conflictos étnicos siguen sin sanar.
Al contrario que en Reino Unido —y es algo que creo que se trata de una fuente de malentendidos anglo-europeos—, a la izquierda de EE.UU. le falta el rol tradicional de una oposición leal. Y he terminado por creer que algunos elementos de la izquierda estadounidense han aprendido demasiado bien la lección que esbozo a partir de Vietnam. Esta izquierda se ha silenciado a sí misma, por miedo a que la oposición los descubra como malos americanos. Así es como se internaliza este síndrome.
Pensar a través de la narrativa es, por supuesto, un elemento básico en la interpretación del mundo diario, así como del mundo del arte. Y las narrativas en el mundo diario, al igual que las narrativas en el arte, no acatan un único cúmulo de reglas. Como en la ficción, las historias compartidas en la vida diaria no tienen por qué terminar en actos catárticos que sean represivos o destructores. Y, en mi opinión, el patriotismo ya no necesita seguir un único curso. Si los defectos tácticos de la estrategia estadounidense actual son tan insalvables como los de la guerra de Vietnam —y yo creo que lo son—, el reto para nuestro pueblo (y me refiero al pueblo americano) consistirá en evitar lo que ocurrió en Vietnam, sorteando la búsqueda de una catarsis narrativa, cuando nos miremos unos a otros en busca de una resolución, una solución, un momento decisivo.
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Richard Sennett es Profesor de Sociología en la London School of Economics y en New York University. Esta es una versión editada de una charla presentada en el debate Index/Orange, Oxford, 2003.
This article originally appeared in the autumn 2003 issue of Index on Censorship magazine
Traducción de Arrate Hidalgo
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With: Tim Asher, Joel Beinin, Ioli Delivani[/vc_column_text][/vc_column][vc_column width=”1/3″][vc_single_image image=”90596″ img_size=”medium” alignment=”center” onclick=”custom_link” link=”https://www.indexoncensorship.org/2003/09/rewriting-america/”][/vc_column][vc_column width=”1/3″ css=”.vc_custom_1481888488328{padding-bottom: 50px !important;}”][vc_custom_heading text=”Subscribe” font_container=”tag:p|font_size:24|text_align:left” link=”url:https%3A%2F%2Fwww.indexoncensorship.org%2Fsubscribe%2F|||”][vc_column_text]In print, online. In your mailbox, on your iPad.
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