Trucos y herramientas para quienes buscan la verdad

[vc_row][vc_column][vc_custom_heading text=”Las mentiras y los bulos se extienden como la pólvora en la era de las redes sociales. ¿Cómo pueden evitar los periodistas (y los lectores) caer en el engaño? Alastair Reid comparte sus consejos “][vc_row_inner][vc_column_inner][vc_column_text]

Apps de redes sociales en un smartphone, Jason Howie/Flickr

Apps de redes sociales en un smartphone, Jason Howie/Flickr

[/vc_column_text][/vc_column_inner][/vc_row_inner][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column][vc_column_text]

Un truculento vídeo circuló extensamente por internet en 2012. En él salían dos hombres aterrorizados, con el pecho descubierto, sentados contra un muro de ladrillo rojo mientras una figura vestida de militar se alzaba sobre ellos, poniendo en marcha una motosierra. Desde fuera del encuadre, alguien vociferaba órdenes en árabe. Los hombres eran brutalmente asesinados.

El vídeo lo publicaron las fuerzas contrarias al gobierno de Siria como prueba de los crímenes de guerra cometidos por el régimen de Assad. Pero no era lo que parecía. El vídeo se había originado cinco años atrás, en México, donde los cárteles de drogas llevan mucho tiempo ejecutando violentamente a sus oponentes. En un golpe de astucia, alguien dobló el sonido para que sirviese de propaganda, y muchos se lo tragaron.

Las noticias inventadas no solo provienen de «lobos solitarios» que se dedican a extender bulos por internet. Gobiernos como el mexicano o el turco y otras organizaciones políticas se están aficionando a utilizar las redes sociales para manipular y extender información falsa. Siempre se ha esperado de los periodistas que utilicen sus habilidades detectivescas para encontrar la fuente del material. Pero con el potencial de las denuncias online de influir en el contenido informativo de todas partes del mundo —mucho más rápido que las noticias impresas—, las probabilidades de que circulen falsedades como si fueran hechos son más altas que nunca. Afortunadamente, la tecnología también nos ha dotado de un nuevo surtido de herramientas que pueden ayudarnos a discernir si quienes cuentan la historia también dicen la verdad.

La verificación online sigue los mismos principios básicos afianzados durante décadas de prensa escrita: sospecha de todo, siempre ten más de una fuente para cada declaración e identifica el quién, qué, dónde, cuándo, cómo y por qué. Cada vez es más frecuente que personas de a pie, interesadas en analizar a fondo una noticia antes de creérsela, perfeccionen este tipo de técnicas.

La forma más habitual de desinformación digital es la reutilización de imágenes antiguas en el contexto de una noticia nueva. A muchas de las noticias de más calado las suelen acompañar imágenes recicladas. Ha pasado durante la guerra de Siria con inquietante frecuencia, pero también fue evidente durante los atentados de París de noviembre de 2015, el secuestro de Bamako en Mali, una semana después, y el terremoto de Nepal del pasado abril. (¿Recordáis la foto de los dos pequeños abrazados que estuvo circulando después del terremoto? La sacaron en Vietnam en 2007.)

El modo más rápido de comprobar el trasfondo de una foto en internet es hacer una búsqueda invertida de la imagen (esto es, una búsqueda generada a partir de una imagen en lugar de con palabras). Google tiene archivados cientos de miles de millones de imágenes, y cualquiera puede subir un archivo de imagen o pegar la URL de una foto en su barra de búsqueda para contrastarla con las coincidencias de la base de datos. Se puede echar una red aún más amplia con un plug-in de Google Chrome llamado RevEye, que comprueba las bases de datos de Google, Tiny Eye, Bing, la compañía web rusa Yandex y el  buscador chino Baidu. Si hubieran utilizado estas sencillas herramientas, muchas entidades informativas se habrían evitado el bochorno de publicar imágenes antiguas como si fueran nuevas.

[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column width=”3/4″][vc_column_text]

El decálogo del periodista para la verificación de los hechos

 

En un mundo rebosante de novedosos trucos digitales, los periodistas no deberían olvidarse de las técnicas tradicionales de verificación, afirma un ex editor de prensa

PETER SANDS

 

¿Puedes demostrarlo? Esas son probablemente las palabras que más pronuncié durante mis años como editor de un diario. Había reporteros entusiastas que siempre venían con la libreta llena de rumores: un miembro del parlamento ha dejado a su mujer, han suspendido al jefe de policía… Luego los lanzaban en la reunión diaria de la redacción. Entonces yo, exagerando el tono de desencanto, hacía la pregunta clave: «¿Puedes demostrarlo?» Nunca volvía a oír ni la mitad de aquellas historias.

Contábamos con la ventaja de que, si nos llegaba una pista a mediodía, teníamos nueve horas para encontrar el modo de demostrarla. Si no habíamos conseguido pruebas irrefutables para entonces, a veces nos dábamos otras 24 horas. En el mundo digital de hoy, hay mucha presión por apretar el botón en cuanto cualquier historia sin solidez alguna se pasea por nuestra cronología de Twitter. Y la prisa por publicar se traduce en historias verdes, fotos anticuadas y errores fácticos en webs que ya se lo tendrían que saber. La ironía es que verificar datos nunca ha sido tan fácil. Mi equipo solía ir todos los días a nuestra biblioteca a consultar Dod’s Parliamentary Companion (el libro anual con las biografías y datos de contacto de los miembros del parlamento), Bartholomew’s Gazetteer  (referencia vital para datos topográficos) y nuestros propios recortes. Ahora se puede comprobar casi todo en internet. ¿Por qué no lo hacemos? Como muestra Spotlight, la oscarizada película de Hollywood sobre el periodismo de investigación, buscar las fuentes, comprobar y volver a comprobar es la base para descubrir si puede demostrarse una noticia. En un mundo de noticias las 24 horas y todo digital, no deberíamos olvidar las técnicas de toda la vida. A saber:

 

1 Sospecha de todo. No te fíes de nada. Comprueba si hay intereses velados. No confíes en nadie, ni siquiera en un buen contacto.

 

2 Tu labor es confirmar cosas. Si no puedes, vuelve a intentarlo. Si te resulta imposible, no lo publiques.

 

3 Siempre acude a las fuentes principales. Pregúntale al jefe de policía si lo han suspendido. Pregúntale al director de autoridad. Si no quieren hablar, encuentra a los miembros del comité: a todos. Cuando asesinaron a mi vecino, el periódico local lo sacó en primera plana y estaban tres cosas mal. Nadie del periódico había llamado a la familia (ni a mí, ya puestos). Nadie se había molestado en hacer el esfuerzo. Una vergüenza.

 

4 Cumple la regla de las dos fuentes. Verifica todo a través de dos fuentes fiables como mínimo. Al poder ser, que conste en acta.

 

5 Sírvete de expertos. Hay universidades, académicos, especialistas que pueden avisar si falta credibilidad. Además, los expertos conocen a otros expertos.

 

6 Todas las historias dejan un rastro de papel. Siguen existiendo archivos (prueba con LexisNexis), documentos judiciales, Company House, Tracesmart. ¿Alguien ha cometido el mismo error en el pasado?

 

7 Pregúntate a ti mismo las cuestiones clave. ¿Qué más puedo mirar? ¿Con quién más puedo hablar? ¿Está equilibrado? ¿Escribí primero el titular y forcé el cuerpo de la noticia para que encajase?

 

8 Asegúrate de que los lectores entienden qué es opinión y qué es un hecho constatado. Y esto incluye el titular.

 

9 Preocúpate por las pequeñeces. Fechas, ortografía, nombres, cifras, estadísticas. No te olvides de quién, qué, dónde, cuándo, cómo y por qué.

 

10 Evalúa los riesgos. Hay veces en las que, pese al riguroso proceso de comprobarlo todo, una noticia puede quedarse al 99%. Si el instinto y el interés público te dictan que publiques, pásaselo al editor o editora. Para eso le pagan. Y, si has seguido las otras nueve reglas religiosamente, con suerte no tendrá que hacerte la pregunta clave.

 

Peter Sands es exdirector del diario británico Northern Echo y dirige la consultoría de comunicación Sands Media Services

 

Traducción de Arrate Hidalgo

[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column][vc_column_text]

El proceso se complica en el caso de los vídeos, ya que contrastar cada fotograma de un vídeo con cada uno de los fotogramas de todos los vídeos de una base de datos requiere los niveles de cálculo numérico de un superordenador. Una alternativa es coger la imagen del thumbnail y utilizarla en una búsqueda de imágenes invertida: puede que así salgan otros vídeos que contengan la misma imagen. Si no, otro método que puede dar resultados es buscar las palabras clave asociadas a tu vídeo en plataformas de contenido audiovisual.

Así pues, con paciencia y las herramientas adecuadas, por lo general no es imposible decidir si una imagen o vídeo, nuevos en apariencia, son reciclados. Lo que ya es más difícil es determinar si las imágenes que son nuevas muestran realmente lo que dicen mostrar. Por supuesto, dar con la persona que subió la imagen y hablar con ella directamente es la forma más segura de obtener la información correcta; lo ideal es que te envíen el archivo original.

Si lo anterior falla, merece la pena recordar que todas las cámaras digitales incluyen metadatos en sus archivos fotográficos, entre los que se incluyen las coordenadas GPS, la hora en la que se sacó la imagen y el tipo de cámara utilizado; todas ellas, pistas vitales en nuestra investigación. A menudo estos detalles se pueden ver subiendo la imagen a una página gratuita como Keffrey’s Exif Viewer (Exif, que significa exchangeable image file format, es el nombre técnico de estos metadatos). Por desgracia, los vídeos no incluyen ningún dato de este tipo, y las redes sociales eliminan los metadatos por completo, de modo que una imagen que haya pasado por Facebook, Twitter y demás ofrecerá poca información. En estos casos, harán falta técnicas más creativas.

Pese a que consume mucho tiempo, buscar las correspondencias entre las ubicaciones de vídeos e informes y las imágenes por satélite facilita a menudo las pruebas de ubicación más claras de todas. Una noticia reciente lo ilustra claramente: las fuerzas rusas empezaron a bombardear zonas de Siria a finales de septiembre, después de que el presidente Bashar Assad solicitase formalmente su asistencia en su enfrentamiento con grupos rebeldes y yihadistas. Poco después, el ministro de defensa ruso comenzó a publicar vídeos de los bombardeos (capturados por los bombarderos cuando arrojaban su carga) en su canal de YouTube.

Según el gobierno ruso, los ataques aéreos alcanzaban objetivos pertenecientes al Estado Islámico. Pero al recibir informes desde el terreno de que la mayoría de los bombardeos tenían como objetivo grupos no involucrados con el EI, varios voluntarios y periodistas de la página de código abierto Bellingcat decidieron investigar. Tras comparar los vídeos del ministerio con las imágenes por satélite de los lugares que afirmaban mostrar, descubrieron que solo podían confirmar el 25% de los ataques que decían haber alcanzado el lugar supuesto, y que la mayoría de los objetivos ni siquiera eran posiciones del EI. El resto había alcanzado territorios controlados por otros grupos, respondiendo a la petición de Assad de apoyo militar en el país.

Sin embargo, la mayoría de las fotos tomadas por testigos se hacen a la altura del suelo, así que los servicios «Street view» de mapas web como los de Google o Yandex juegan un papel vital en la verificación de imágenes. Gracias a la identificación de señales y referencias en una foto o un vídeo, muchas organizaciones informativas han podido reducir la lista de ubicaciones posibles hasta lograr una coincidencia. Es crucial contar con informes e imágenes que lo corroboren, para lo que vienen bien herramientas como Yomapic, que muestra fotos con etiquetas geográficas sacadas de webs de redes sociales en ubicaciones de todo el mundo.

Determinar que una foto o un vídeo se tomó en el momento que asegura la fuente es otro problema, pero uno que que las nuevas tecnologías digitales también pueden ayudar a solventar. Los mejores indicadores temporales los suministra la propia naturaleza: el tiempo atmosférico y el ángulo del sol. Muchos sostienen que el vuelo MH17 fue derribado en julio de 2014 por un misil Buk ruso. Fuentes online han facilitado fotos y vídeos de un Buk, asegurando que las habían sacado en la ciudad ucraniana de Zuhres, a unos 30 kilómetros del lugar donde se estrelló el avión ese mismo día. Los mapas y las referencias visuales demuestran que el vídeo es de Zuhres, ¿pero cómo se puede demostrar de cuándo es?

La web Wolfram Alpha guarda, entre otras muchas cosas, datos históricos del tiempo meteorológico de todas las ubicaciones del mundo. Bellingcat investigó los datos correspondientes a Zuhres en el momento del accidente: coincidía con las condiciones meteorológicas de las fotos. Luego acudieron a Suncalc, una herramienta online que muestra el ángulo del sol —y, por lo tanto, las sombras— de cualquier ubicación del mundo en cualquier momento. Una vez más, los datos se correspondían con las imágenes. Aunque no se trata de pruebas irrefutables, Bellingcat reconstruyó los hechos con la garantía suficiente para alegar que había un lanzador de misiles Buk en ese momento y lugar concreto.

La proliferación de los smartphones, las redes sociales y la conectividad online han producido nuevos recursos de gran potencia para verificar datos. También ofrecen una amplitud sin precedentes a la expansión de las mentiras y la propaganda. A medida que las posibilidades de desinformación se multiplican, es más importante que nunca que los periodistas, así como el público en general, den buen uso a sus habilidades analíticas y de verificación antes de fiarse de las noticias que les cuentan.

[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column][vc_column_text]

Alastair Reid es editor jefe de First Draft, una coalición de organizaciones que trabajan con redes sociales y periodismo, y se especializa en la recopilación y verificación de noticias online. Para más información, visita firstdraftnews.com

This article originally appeared in the spring 2016 issue of Index on Censorship magazine

Traducción de Arrate Hidalgo

[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row][vc_row content_placement=”top”][vc_column width=”1/3″][vc_custom_heading text=”Staging Shakespearean dissent” font_container=”tag:p|font_size:24|text_align:left” link=”url:https%3A%2F%2Fwww.indexoncensorship.org%2F2016%2F02%2Fstaging-shakespearean-dissent%2F|||”][vc_column_text]This year brings the 400th anniversary of William Shakespeare’s death and Index on Censorship is marking it with a special issue of our award-winning magazine, looking at how his plays have been used around the world to sneak past censors or take on the authorities – often without them realising. Our special report explores how different countries use different plays to tackle difficult theme

With: Dame Janet Suzman; Kaya Genc; Roberto Alvim[/vc_column_text][/vc_column][vc_column width=”1/3″][vc_single_image image=”80568″ img_size=”medium” alignment=”center” onclick=”custom_link” link=”https://www.indexoncensorship.org/2016/02/staging-shakespearean-dissent/”][/vc_column][vc_column width=”1/3″ css=”.vc_custom_1481888488328{padding-bottom: 50px !important;}”][vc_custom_heading text=”Subscribe” font_container=”tag:p|font_size:24|text_align:left” link=”url:https%3A%2F%2Fwww.indexoncensorship.org%2Fsubscribe%2F|||”][vc_column_text]In print, online. In your mailbox, on your iPad.

Subscription options from £18 or just £1.49 in the App Store for a digital issue.

Every subscriber helps support Index on Censorship’s projects around the world.

SUBSCRIBE NOW[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]

La narrativa de una nación

[vc_row][vc_column][vc_custom_heading text=”Tanto las virtudes como los peligros del patriotismo dependen de cómo se cuente la historia
“][vc_row_inner][vc_column_inner][vc_column_text]

Soldados, pilotos de las fuerzas aéreas y marines desenrollan una bandera estadounidense en una ceremonia de apreciación del ejército en un partido de los New York Jets contra los New England Patriots el 13 de noviembre de 2011, Sargento Sandall A. Clinton/Flickr

Soldados, pilotos de las fuerzas aéreas y marines desenrollan una bandera estadounidense en una ceremonia de apreciación del ejército en un partido de los New York Jets contra los New England Patriots el 13 de noviembre de 2011, Sargento Sandall A. Clinton/Flickr

[/vc_column_text][/vc_column_inner][/vc_row_inner][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column][vc_column_text]

La declaración del Doctor Johnson acerca de que el patriotismo es el último refugio del sinvergüenza degrada en cierto modo uno de los sentimientos humanos más explosivos que existen. La declaración en cuestión da por supuesto que un presidente o primer ministro astuto podría manipular el amor a la patria para sus propios y egoístas fines. O, también, que las masas son tan ignorantes, y tan ciega su fe, que lo único que tiene que hacer el sinvergüenza es ondear la bandera, hablar de sangre y terruño, y las patrióticas ovejas lo seguirán donde a él le plazca.

Ocurre que el patriotismo no es tan sencillo. El sentimiento patriótico es una mezcla de multitud de elementos, y el amor a la patria es tan complejo y dubitativo como cualquier otro tipo de amor. Crea una narrativa de vida colectiva. Cuenta una historia de lo que une a personas dispares, y tanto las virtudes como los peligros del patriotismo dependen de cómo se cuente la historia. Es decir, que no es una mera representación de una nación o una cultura en concreto: es una representación que se logra por medio de la narrativa. Los elementos destructivos del patriotismo se deben a imaginar que hay un desenlace, un clímax catártico de la historia de un pueblo o una cultura; esto es, el momento en el que un acto decisivo cumplirá su destino al fin. Y el peligro que nos ha enseñado la historia es que este desenlace narrativo supone demasiadas veces negar o destruir a otro pueblo para experimentar la catarsis.

Las narrativas del patriotismo que son destructivas, los tipos de desenlace que por un lado agreden a otros y por el otro parecen hacer realidad un elemento de su narrativa, sostienen en particular una potente promesa para con grupos humanos divididos internamente o desorientados por fuerzas ajenas a su control. Según éstas, el patriotismo es el último recurso de los confundidos.

La noción de que esta historia en curso de la disonancia que compartimos podría resolverse de algún modo con un catártico acto destructivo me parece un problema real en la experiencia patriótica, y marca la experiencia social del patriotismo de hoy.

Una gran crisis patriótica de mi juventud surgió entre quienes, como yo, resistimos la guerra estadounidense en Vietnam en los años 60 y 70. Entonces, como ahora, EE.UU. no era la máquina interna bien lubricada que a menudo imaginan los extranjeros. Por entonces, el país estaba sumido en una explosión racial, el boom tras la II Guerra Mundial se había frenado temporalmente y la clase obrera blanca comenzaba a sufrir. La prosperidad estadounidense era, como ahora, la prosperidad de las élites.

Cuando EE.UU. intervino de forma decisiva en Vietnam a mediados de los 60, nuestro país sí contaba con una narrativa patriota de largo recorrido: EE.UU. aparecía como rescatador, salvando a los extranjeros de aniquilarse unos a otros. Esa narrativa patriota había dado forma a la lucha en ambas guerras mundiales, y justificó los enormes costes de librar la Guerra Fría. Vietnam parecía tratarse de un capítulo más en esta historia consolidada. Cuando los soldados como el joven Colin Powell se adentraron en Vietnam, no tardaron en comprender que la narrativa del rescate no se correspondía con la realidad. El enemigo resultó ser un pueblo resuelto y comprometido con su causa. Los aliados por los que luchaban las tropas de EE.UU. resultaron ser una burocracia corrupta y odiada, y la propia estrategia estadounidense demostró ser incapaz de cumplir su promesa de rescate.

[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column width=”1/4″][/vc_column][vc_column width=”3/4″][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column][vc_column_text]

De pronto, esta narrativa patriota, frustrada por una aventura extranjera, viró bruscamente. Viró contra los que protestaban contra la guerra desde casa. Las tropas estadounidenses se abastecían sobre todo de las filas pobladas por negros pobres y blancos sureños pobres. Los jóvenes universitarios de clase media evitaron en su gran mayoría el servicio militar. Estos, sin embargo, fueron los que más alzaron la voz contra la guerra. Eran, en principio, los amigos y portavoces de las tropas que sufrían en el extranjero. Pero la práctica del patriotismo resultó ser otra muy distinta.

Sabemos, gracias a la investigación de personas como Robert Jay Lifton y Robert Howard, entre muchas otras, que las tropas en realidad se sentían acosadas desde dos frentes: en lo local, en el terreno, por los vietnamitas, y en lo simbólico, en casa, por estos amigos que protestaban. A los vietnamitas los consideraban enemigos patrióticos, y a los manifestantes que protestaban contra la situación en la que habían metido a las tropas los acusaban de ser antipatrióticos. A medida que se desvanecía la posibilidad de una victoria decisiva en el terreno, la posibilidad de obtener una victoria arrolladora sobre los enemigos que tenían en casa se fue tornando un vivo deseo. En 1968, relata Howard, en pleno auge de las protestas contra la guerra, miles de miembros de las tropas estadounidenses llevaban un mensaje en el casco: «América: la amas o la dejas».

La sensación de haber sufrido una traición desde dentro fortaleció cierta determinación, cierta «fantasía», en palabras de Lifton. El gobierno debería tomar cartas en el asunto para hacer callar a estos enemigos de dentro, de forma que pueda validarse el proyecto patriota. Y, en Estados Unidos, fue ese deseo del público de que los políticos actuasen de forma decisiva para sofocar el desorden interno y las protestas lo que puso en el poder a la derecha de Richard Nixon.

Repaso esta parte de la historia, en parte, porque arroja luz sobre los complejos ingredientes del sentimiento patriótico. No es que las tropas estadounidenses y las clases obreras del país fueran unos desgraciados, sino que estaban profundamente confundidos. Dentro de la cáscara de la guerra contra un enemigo interno, estas personas imaginaban otra guerra sucediendo en su propia nación, librada contra los traidores que fingían ser amigos. El acto arrollador de esa pugna interna por validar la narrativa patriótica sería silenciar el desacuerdo.

También recuerdo este pasado porque tal vez les ayude a ustedes a entender parte de las dinámicas existentes hoy día en la sociedad estadounidense. El lenguaje que se utiliza hoy en Washington sigue siendo un lenguaje de rescate, de redención, del triunfo del bien sobre el mal; e, igual que entonces, el escenario para esta narrativa, el escenario estratégico, carece de claridad o propósito. Pero echemos un vistazo a la condición doméstica del superpoder estadounidense. He aquí un país fragmentado e inconexo internamente, más incluso que hace 40 años. Confuso, por supuesto, y ahora furioso por los ataques terroristas contra él. Un país cuyas divisiones internas de clase se han hecho mayores y cuyas divisiones raciales y conflictos étnicos siguen sin sanar.

Al contrario que en Reino Unido —y es algo que creo que se trata de una fuente de malentendidos anglo-europeos—, a la izquierda de EE.UU. le falta el rol tradicional de una oposición leal. Y he terminado por creer que algunos elementos de la izquierda estadounidense han aprendido demasiado bien la lección que esbozo a partir de Vietnam. Esta izquierda se ha silenciado a sí misma, por miedo a que la oposición los descubra como malos americanos. Así es como se internaliza este síndrome.

Pensar a través de la narrativa es, por supuesto, un elemento básico en la interpretación del mundo diario, así como del mundo del arte. Y las narrativas en el mundo diario, al igual que las narrativas en el arte, no acatan un único cúmulo de reglas. Como en la ficción, las historias compartidas en la vida diaria no tienen por qué terminar en actos catárticos que sean represivos o destructores. Y, en mi opinión, el patriotismo ya no necesita seguir un único curso. Si los defectos tácticos de la estrategia estadounidense actual son tan insalvables como los de la guerra de Vietnam —y yo creo que lo son—, el reto para nuestro pueblo (y me refiero al pueblo americano) consistirá en evitar lo que ocurrió en Vietnam, sorteando la búsqueda de una catarsis narrativa, cuando nos miremos unos a otros en busca de una resolución, una solución, un momento decisivo.

[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column][vc_column_text]

Richard Sennett es Profesor de Sociología en la London School of Economics y en New York University. Esta es una versión editada de una charla presentada en el debate Index/Orange, Oxford, 2003.

This article originally appeared in the autumn 2003 issue of Index  on Censorship magazine

Traducción de Arrate Hidalgo

[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row][vc_row content_placement=”top”][vc_column width=”1/3″][vc_custom_heading text=”Rewriting America” font_container=”tag:p|font_size:24|text_align:left” link=”url:https%3A%2F%2Fwww.indexoncensorship.org%2F2003%2F09%2Frewriting-america%2F|||”][vc_column_text]Through a range of in-depth reporting, interviews and illustrations, the autumn 2003 issue of Index on Censorship magazine looks at the most powerful country in the world through the words of the people who know it best.

With: Tim Asher, Joel Beinin, Ioli Delivani[/vc_column_text][/vc_column][vc_column width=”1/3″][vc_single_image image=”90596″ img_size=”medium” alignment=”center” onclick=”custom_link” link=”https://www.indexoncensorship.org/2003/09/rewriting-america/”][/vc_column][vc_column width=”1/3″ css=”.vc_custom_1481888488328{padding-bottom: 50px !important;}”][vc_custom_heading text=”Subscribe” font_container=”tag:p|font_size:24|text_align:left” link=”url:https%3A%2F%2Fwww.indexoncensorship.org%2Fsubscribe%2F|||”][vc_column_text]In print, online. In your mailbox, on your iPad.

Subscription options from £18 or just £1.49 in the App Store for a digital issue.

Every subscriber helps support Index on Censorship’s projects around the world.

SUBSCRIBE NOW[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]

Index’s winter magazine launch party asks #WhatPriceProtest?

[vc_row][vc_column][vc_column_text]

Peter Tatchell discusses the importance of the right to protest. (Photo: Sean Gallagher / Index on Censorship)

Peter Tatchell discusses the importance of the right to protest. (Photo: Sean Gallagher / Index on Censorship)

Index on Censorship magazine celebrated the launch of its winter 2017 magazine at the Bishopsgate Institute in London with an evening exploring the legacies of iconic protests from 1918 and 1968 to the modern day and reflecting on how today, more than ever, our right to protest is under threat.

Speakers for the evening included human rights campaigner Peter Tatchell, Bishopsgate Institute special collections and archives manager Stefan Dickers and artist Patrick Bullock.

Tatchell discussed the importance of protest for any democracy and the significant anniversaries of protests in 2018 throughout his speech. “This year is a very special year, a very historic year, I think that those protests remind us that protest is vital to democracy,” he said. “It is a litmus test of democracy, it is a litmus of a healthy democracy. Democracies that don’t have protest, there is a problem, in fact, you might even say they aren’t true democracies.”

“With 1968 came the birth of the women’s liberation movement, the mass protests in Czechoslovakia against Russian occupation, and, of course, the huge protests against the American war in Vietnam,” Tatchell added. “Those protests all remind us that protest is vital to democracy.”

Bishopsgate Institute special collections and archives manager Stefan Dickers at the launch of What price protest? (Photo: Sean Gallagher / Index on Censorship)

Bishopsgate Institute special collections and archives manager Stefan Dickers at the launch of What price protest? (Photo: Sean Gallagher / Index on Censorship)

This year also marks the centenary of the right to vote for women in Britain. Dickers showcased artefacts the Bishopsgate Institute’s collection of protest memorabilia, including sashes worn by the Suffragettes and tea sets women were given upon leaving prison for activities related to their activism.

Suffragette sashes at the launch of What price protest? (Photo: Sean Gallagher / Index on Censorship)

Suffragette sashes at the launch of What price protest? (Photo: Sean Gallagher / Index on Censorship)

Attendees included actor Simon Callow, who stressed the importance of protest and freedom of expression:  in an interview at the event with Index on Censorship. “There are all sorts of things that people find inconvenient and uncomfortable to themselves, that they don’t wish to hear, but that’s not the point,” he said. “The point is that if some people feel very strongly that certain things are wrong, then they must be allowed to say something.”

Disobedient objects at the launch of What price protest? (Photo: Sean Gallagher / Index on Censorship)

Disobedient objects at the launch of What price protest? (Photo: Sean Gallagher / Index on Censorship)

Eastenders actress Ann Mitchell, who also attended the event, said: “There is no question in my opinion, that the darkness in the world at the moment must be protested against. All the advantages we have won as women, as ethnic minorities, are being destroyed, they are being wiped out. Unless we hear voices of protests for that, that will continue.”

The night concluded with a  performance by protest choir Raised Voices.

 

Index magazine’s winter issue on the right to protest features articles from Argentina, England, Turkey, the USA and Belarus. Activist Micah White proposes a novel way for protest to remain relevant. Author and journalist Robert McCrum revisits the Prague Spring to ask whether it is still remembered. Award-winning author Ariel Dorfman’s new short story — Shakespeare, Cervantes and spies — has it all. Anuradha Roy writes that tired of being harassed and treated as second-class citizens, Indian women are taking to the streets.b

[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column width=”1/3″][vc_custom_heading text=”What price protest?”][vc_column_text]Through features, interviews and illustrations, the winter issue of Index on Censorship magazine looks at the state of protest today, 50 years after 1968, and exposes how it is currently under threat.

With: Ariel Dorfman, Anuradha Roy, Micah White, Richard Ratcliffe[/vc_column_text][/vc_column][vc_column width=”1/3″][vc_single_image image=”96747″ img_size=”medium”][/vc_column][vc_column width=”1/3″][vc_custom_heading text=”Subscribe”][vc_column_text]In print, online. In your mailbox, on your iPad.

Subscription options from £18 or just £1.49 in the App Store for a digital issue.

Every subscriber helps support Index on Censorship’s projects around the world.

SUBSCRIBE NOW[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]

How Index on Censorship started

[vc_row][vc_column][vc_custom_heading text=”The first editor of Index on Censorship magazine reflects on the driving forces behind its founding in 1972″ google_fonts=”font_family:Libre%20Baskerville%3Aregular%2Citalic%2C700|font_style:400%20italic%3A400%3Aitalic”][vc_column_text][/vc_column_text][vc_row_inner][vc_column_inner][vc_column_text]A version of this article first appeared in Index on Censorship magazine in December 1981. [/vc_column_text][/vc_column_inner][/vc_row_inner][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column][vc_column_text]

The first issue of Index on Censorship Magazine, 1972

The first issue of Index on Censorship Magazine, 1972

Starting a magazine is as haphazard and uncertain a business as starting a book-who knows what combination of external events and subjective ideas has triggered the mind to move in a particular direction? And who knows, when starting, whether the thing will work or not and what relation the finished object will bear to one’s initial concept? That, at least, was my experience with Index, which seemed almost to invent itself at the time and was certainly not ‘planned’ in any rational way. Yet looking back, it is easy enough to trace the various influences that brought it into existence.

It all began in January 1968 when Pavel Litvinov, grandson of the former Soviet Foreign Minister, Maxim Litvinov, and his Englis wife, Ivy, and Larisa Bogoraz, the former wife of the writer, Yuli Daniel, addressed an appeal to world public opinion to condemn the rigged trial of two young writers and their typists on charges of ‘anti-Soviet agitation and propaganda’ (one of the writers, Alexander Ginzburg, was released from the camps in 1979 and now lives in Paris: the other, Yuri Galanskov, died in a camp in 1972). The appeal was published in The Times on 13 January 1968 and evoked an answering telegram of support and sympathy from sixteen English and American luminaries, including W H Auden, A J Ayer, Maurice Bowra, Julian Huxley, Mary McCarthy, Bertrand Russell and Igor Stravinsky.

The telegram had been organised and dispatched by Stephen Spender and was answered, after taking eight months to reach its addressees, by a further letter from Litvinov, who said in part: ‘You write that you are ready to help us “by any method open to you”. We immediately accepted this not as a purely rhetorical phrase, but as a genuine wish to help….’ And went on to indicate the kind oh help he had in mind:

My friends and I think it would be very important to create an international committee or council that would make it its purpose to support the democratic movement in the USSR. This committee could be composed of universally respected progressive writers, scholars, artists and public personalities from England, the United States, France, Germany and other western countries, and also from Latin America, Asia, Africa and, in the future, even from Eastern Europe…. Of course, this committee should not have an anti-communist or anti-Soviet character. It would even be good if it contained people persecuted in their own countries for pro-communist or independent views…. The point is not that this or that ideology is not correct, but that it must not use force to demonstrate its correctness.

Stephen Spender took up this idea first with Stuart Hampshire (the Oxford philosopher), a co-signatory of the telegram, and with David Astor (then editor of the Observer), who joined them in setting up a committee along the lines suggested by Litvinov (among its other members were Louis Blom-Cooper, Edward Crankshaw, Lord Gardiner, Elizabeth Longford and Sir Roland Penrose, and its patrons included Dame Peggy Ashcroft, Sir Peter Medawar, Henry Moore, Iris Murdoch, Sir Michael Tippett and Angus Wilson). It was not, admittedly, as international as Litvinov had suggested, but it was thought more practical to begin locally, so to speak, and to see whether or not there was something in it before expanding further. Nevertheless, the chosen name for the new organisation, Writers and Scholars International, was an earnest of its intentions, while its deliberate echo of Amnesty International (then relatively modest in size) indicated a feeling that not only literature but also human rights would be at issue.

By now it was 1971 and in the spring of that year the committee advertised for a director, held a series of interviews and offered me the job. There was no programme, other than Litvinov’s letter, there were no premises or staff, and there was very little money, but there were high hopes and enthusiasm.

It was at this point that some of the subjective factors I mentioned earlier began to come into play. Litvinov’s letter had indicated two possible forms of action. One was the launching of protests to ‘support and defend’ people who were being persecuted for their civic and literary activities in the USSR. The other was to ‘provide information to world public opinion’ about this state of affairs and to operate with ‘some sort of publishing house’. The temptation was to go for the first, particularly since Amnesty was setting such a powerful example, but precisely because Amnesty (and the International PEN Club) were doing such a good job already, I felt that the second option would be the more original and interesting to try. Furthermore, I knew that two of our most active members, Stephen Spender and Stuart Hampshire, on the rebound from Encounter after disclosures of CIA funding, had attempted unsuccessfully to start a new magazine, and I felt that they would support something in the publishing line. And finally, my own interests lay mainly in that direction. My experience had been in teaching, writing, translating and broadcasting. Psychologically I was too much of a shrinking violet to enjoy kicking up a fuss in public. I preferred argument and debate to categorical statements and protest, the printed page to the soapbox; I needed to know much more about censorship and human rights before having strong views of my own.

At that stage I was thinking in terms of trying to start some sort of alternative or ‘underground’ (as the term was misleadingly used) newspaper – Oz and the International Times were setting the pace were setting the pace in those days, with Time Out just in its infancy. But a series of happy accidents began to put other sorts of material into my hands. I had been working recently on Solzhenitzin and suddenly acquired a tape-recording with some unpublished poems in prose on it. On a visit to Yugoslavia, I called on Milovan Djilas and was unexpectedly offered some of his short stories. A Portuguese writer living in London, Jose Cardoso Pires, had just written a first-rate essay on censorship that fell into my hands. My friend, Daniel Weissbort, editor of Modern Poetry in Translation, was working on some fine lyrical poems by the Soviet poet, Natalya Gorbanevskaya, then in a mental hospital. And above all I stumbled across the magnificent ‘Letter to Europeans’ by the Greek law professor, George Mangakis, written in one of the colonels’ jails (which I still consider to be one of the best things I have ever published). It was clear that these things wouldn’t fit very easily into an Oz or International Times, yet it was even clearer that they reflected my true tastes and were the kind of writing, for better or worse, that aroused my enthusiasm. At the same time I discovered that from the point of view of production and editorial expenses, it would be far easier to produce a magazine appearing at infrequent intervals, albeit a fat one, than to produce even the same amount of material in weekly or fortnightly instalments in the form of a newspaper. And I also discovered, as Anthony Howard put it in an article about the New Statesman, that whereas opinions come cheap, facts come dear, and facts were essential in an explosive field like human rights. Somewhat thankfully, therefore, my one assistant and I settled for a quarterly magazine.

There is no point, I think, in detailing our sometimes farcical discussions of a possible title. We settled on Index (my suggestion) for what seemed like several good reasons: it was short; it recalled the Catholic Index Librorum Prohibitorum; it was to be an index of violations of intellectual freedom; and lastly, so help me an index finger pointing accusingly at the guilty oppressors – we even introduced a graphic of a pointing finger into our early issues. Alas, when we printed our first covers bearing the bold name of Index (vertically to attract attention nobody got the point (pun unintended). Panicking, we hastily added the ‘on censorship’ as a subtitle – Censorship had been the title of an earlier magazine, by then defunct – and this it has remained ever since, nagging me with its ungrammatically (index of censorship, surely) and a standing apology for the opacity of its title. I have since come to the conclusion that it is a thoroughly bad title – Americans, in particular, invariably associate it with the cost of living and librarians with, well indexes. But it is too late to change now.

Our first issue duly appeared in May 1972, with a programmatic article by Stephen Spender (printed also in the TLS) and some cautious ‘Notes’ by myself. Stephen summarised some of the events leading up to the foundation of the magazine (not naming Litvinov, who was then in exile in Siberia) and took freedom and tyranny as his theme:

Obviously there is a risk of a magazine of this kind becoming a bulletin of frustration. However, the material by writers which is censored in Eastern Europe, Greece, South Africa and other countries is among the most exciting that is being written today. Moreover, the question of censorship has become a matter of impassioned debate; and it is one which does not only concern totalitarian societies.

I contented myself with explaining why there would be no formal programme and emphasised that we would be feeling our way step by step. ‘We are naturally of the opinion that a definite need {for us} exists….But only time can tell whether the need is temporary or permanent—and whether or not we shall be capable of satisfying it. Meanwhile our aims and intentions are best judged…by our contents, rather than by editorials.’

[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column width=”1/4″][vc_icon icon_fontawesome=”fa fa-quote-left” color=”custom” align=”right” custom_color=”#dd3333″][/vc_column][vc_column width=”3/4″][vc_custom_heading text=”My friends and I think it would be very important to create an international committee or council that would make it its purpose to support the democratic movement in the USSR.” google_fonts=”font_family:Libre%20Baskerville%3Aregular%2Citalic%2C700|font_style:400%20italic%3A400%3Aitalic”][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column][vc_column_text]

In the course of the next few years it became clear that the need for such a magazine was, if anything, greater than I had foreseen. The censorship, banning and exile of writers and journalists (not to speak of imprisonment, torture and murder) had become commonplace, and it seemed at times that if we hadn’t started Index, someone else would have, or at least something like it. And once the demand for censored literature and information about censorship was made explicit, the supply turned out to be copious and inexhaustible.

One result of being inundated with so much material was that I quickly learned the geography of censorship. Of course, in the years since Index began, there have been many changes. Greece, Spain, and Portugal are no longer the dictatorships they were then. There have been major upheavals in Poland, Turkey, Iran, the Lebanon, Pakistan, Nigeria, Ghana and Zimbabwe. Vietnam, Cambodia and Afghanistan have been silenced, whereas Chinese writers have begun to find their voices again. In Latin America, Brazil has attained a measure of freedom, but the southern cone countries of Chile, Argentina, Uruguay and Bolivia have improved only marginally and Central America has been plunged into bloodshed and violence.

Despite the changes, however, it became possible to discern enduring patterns. The Soviet empire, for instance, continued to maltreat its writers throughout the period of my editorship. Not only was the censorship there highly organised and rigidly enforced, but writers were arrested, tried and sent to jail or labour camps with monotonous regularity. At the same time, many of the better ones, starting with Solzhenitsyn, were forced or pushed into exile, so that the roll-call of Russian writers outside the Soviet Union (Solzhenitsyn, Sinyavksy, Brodsky, Zinoviev, Maximov, Voinovich, Aksyonov, to name but a few) now more than rivals, in talent and achievement, those left at home. Moreover, a whole array of literary magazines, newspapers and publishing houses has come into existence abroad to serve them and their readers.

In another main black spot, Latin America, the censorship tended to be somewhat looser and ill-defined, though backed by a campaign of physical violence and terror that had no parallel anywhere else. Perhaps the worst were Argentina and Uruguay, where dozens of writers were arrested and ill-treated or simply disappeared without trace. Chile, despite its notoriety, had a marginally better record with writers, as did Brazil, though the latter had been very bad during the early years of Index.

In other parts of the world, the picture naturally varies. In Africa, dissident writers are often helped by being part of an Anglophone or Francophone culture. Thus Wole Soyinka was able to leave Nigeria for England, Kofi Awoonor to go from Ghana to the United States (though both were temporarily jailed on their return), and French-speaking Camara Laye to move from Guinea to neighbouring Senegal. But the situation can be more complicated when African writers turn to the vernacular. Ngugi wa Thiong’o, who has written some impressive novels in English, was jailed in Kenya only after he had written and produced a play in his native Gikuyu.

In Asia the options also tend to be restricted. A mainland Chinese writer might take refuge in Hong Kong or Taiwan, but where is a Taiwanese to go? In Vietnam, Cambodia, Laos, the possibilities for exile are strictly limited, though many have gone to the former colonising country, France, which they still regard as a spiritual home, and others to the USA. Similarly, Indonesian writers still tend to turn to Holland, Malaysians to Britain, and Filipinos to the USA.

In documenting these changes and movements, Index was able to play its small part. It was one of the very first magazines to denounce the Shah’s Iran, publishing as early as 1974 an article by Sadeq Qotbzadeh, later to become Foreign Minister in Ayatollah Khomeini’s first administration. In 1976 we publicised the case of the tortured Iranian poet, Reza Baraheni, whose testimony subsequently appeared on the op-ed page of the New York Times. (Reza Baraheni was arrested, together with many other writers, by the Khomeini regime on 19 October 1981.) One year later, Index became the publisher of the unofficial and banned Polish journal, Zapis, mouthpiece of the writers and intellectuals who paved the way for the present liberalisation in Poland. And not long after that it started putting out the Czech unofficial journal, Spektrum, with a similar intellectual programme. We also published the distinguished Nicaraguan poet, Ernesto Cardenal, before he became Minister of Education in the revolutionary government, and the South Korean poet, Kim Chi-ha, before he became an international cause célèbre.

[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column width=”1/4″][vc_icon icon_fontawesome=”fa fa-quote-left” color=”custom” align=”right” custom_color=”#dd3333″][/vc_column][vc_column width=”3/4″][vc_custom_heading text=”Looking back, not only over the thirty years since Index was started, but much further, over the history of our civilisation, one cannot help but realise that censorship is by no means a recent phenomenon.” google_fonts=”font_family:Libre%20Baskerville%3Aregular%2Citalic%2C700|font_style:400%20italic%3A400%3Aitalic”][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column][vc_column_text]

One of the bonuses of doing this type of work has been the contact, and in some cases friendship, established with outstanding writers who have been in trouble: Solzhenitsyn, Djilas, Havel, Baranczak, Soyinka, Galeano, Onetti, and with the many distinguished writers from other parts of the world who have gone out of their way to help: Heinrich Böll, Mario Vargas Llosa, Stephen Spender, Tom Stoppard, Philip Roth—and many other too numerous to mention. There is a kind of global consciousness coming into existence, which Index has helped to foster and which is especially noticeable among writers. Fewer and fewer are prepared to stand aside and remain silent while their fellows are persecuted. If they have taught us nothing else, the Holocaust and the Gulag have rubbed in the fact that silence can also be a crime.

The chief beneficiaries of this new awareness have not been just the celebrated victims mentioned above. There is, after all, an aristocracy of talent that somehow succeeds in jumping all the barriers. More difficult to help, because unassisted by fame, are writers perhaps of the second or third rank, or young writers still on their way up. It is precisely here that Index has been at its best.

Such writers are customarily picked on, since governments dislike the opprobrium that attends the persecution of famous names, yet even this is growing more difficult for them. As the Lithuanian theatre director, Jonas Jurasas, once wrote to me after the publication of his open letter in Index, such publicity ‘deprives the oppressors of free thought of the opportunity of settling accounts with dissenters in secret’ and ‘bears witness to the solidarity of artists throughout the world’.

Looking back, not only over the years since Index was started, but much further, over the history of our civilisation, one cannot help but realise that censorship is by no means a recent phenomenon. On the contrary, literature and censorship have been inseparable pretty well since earliest times. Plato was the first prominent thinker to make out a respectable case for it, recommending that undesirable poets be turned away from the city gates, and we may suppose that the minstrels and minnesingers of yore stood to be driven from the castle if their songs displeased their masters. The examples of Ovid and Dante remind us that another old way of dealing with bad news was exile: if you didn’t wish to stop the poet’s mouth or cover your ears, the simplest solution was to place the source out of hearing. Later came the Inquisition, after which imprisonment, torture and execution became almost an occupational hazard for writers, and it is only in comparatively recent times—since the eighteenth century—that scribblers have fought back and demanded an unconditional right to say what they please. Needless to say, their demands have rarely and in few places been met, but their rebellion has resulted in a new psychological relationship between rulers and ruled.

Index, of course, ranged itself from the very first on the side of the scribblers, seeking at all times to defend their rights and their interests. And I would like to think that its struggles and campaigns have borne some fruit. But this is something that can never be proved or disproved, and perhaps it is as well, for complacency and self-congratulation are the last things required of a journal on human rights. The time when the gates of Plato’s city will be open to all is still a long way off. There are certainly many struggles and defeats still to come—as well, I hope, as occasional victories. When I look at the fragility of Index‘s a financial situation and the tiny resources at its disposal I feel surprised that it has managed to hold out for so long. No one quite expected it when it started. But when I look at the strength and ambitiousness of the forces ranged against it, I am more than ever convinced that we were right to begin Index in the first place, and that the need for it is as strong as ever. The next ten years, I feel, will prove even more eventful than the ten that have gone before.

[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column][vc_column_text]

Michael Scammell was the editor of Index on Censorship from 1972 to August 1980.

[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row][vc_row content_placement=”top”][vc_column width=”1/3″][vc_custom_heading text=”Free to air” font_container=”tag:p|font_size:24|text_align:left” link=”url:%20https%3A%2F%2Fwww.indexoncensorship.org%2F2017%2F09%2Ffree-to-air%2F|||”][vc_column_text]Through a range of in-depth reporting, interviews and illustrations, the autumn 2017 issue of Index on Censorship magazine explores how radio has been reborn and is innovating ways to deliver news in war zones, developing countries and online

With: Ismail Einashe, Peter Bazalgette, Wana Udobang[/vc_column_text][/vc_column][vc_column width=”1/3″][vc_single_image image=”95458″ img_size=”medium” alignment=”center” onclick=”custom_link” link=”https://www.indexoncensorship.org/2017/09/free-to-air/”][/vc_column][vc_column width=”1/3″ css=”.vc_custom_1481888488328{padding-bottom: 50px !important;}”][vc_custom_heading text=”Subscribe” font_container=”tag:p|font_size:24|text_align:left” link=”url:https%3A%2F%2Fwww.indexoncensorship.org%2Fsubscribe%2F|||”][vc_column_text]In print, online. In your mailbox, on your iPad.

Subscription options from £18 or just £1.49 in the App Store for a digital issue.

Every subscriber helps support Index on Censorship’s projects around the world.

SUBSCRIBE NOW[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]